RESUMEN DEL LIBRO: " PEQUEÑOS GIGANTES"
POR: BO BURLINGHAM
“Por qué la estrategia del
crecimiento no siempre es la mejor fórmula para el éxito”
Introducción:
Crecer o morir. Como si de un
axioma se tratara, la cultura empresarial actual parece dar por sentado que en
cuestión de tamaños, mejor cuanto más grande, ya que no solo se logran
economías de escala y se multiplican los beneficios, sino que también el pez
grande termina por comerse al chico.
Sin embargo, hay empresas que
huyendo de las presiones del mercado, deciden no seguir la senda más
transitada, y se decantan por buscar la excelencia en lo que hacen al tiempo
que crean un atractivo entorno laboral y contribuyen al bienestar de la
comunidad en la que se encuentran. Además, en ellas la realización personal
prima sobre los beneficios económicos.
Para definir a este peculiar
tipo de empresas, Bo Burlingham ha acuñado la expresión “pequeños gigantes”.
Elegir a aquellas catorce cuyos casos se analizan en Pequeños Gigantes:
Empresas que Eligen Ser Excelentes en Lugar de Grandes, no ha sido una tarea
fácil para el autor, que se ha visto obligado a aplicar con cierto rigor sus
propios criterios de selección.
Los pequeños gigantes presentan
un par de notas en común. La primera es que son empresas pequeñas porque, llegado
el momento de hacerse grandes, han decidido no crecer o han recortado
operaciones para volver a su tamaño original. La segunda es poseer esa mezcla
de ingredientes a la que el autor denomina “mojo”, que le da a la receta un
singular sabor difícil de conseguir.
La libertad de elegir
Anchor Brewing es una pequeña
fábrica cervecera de San Francisco que produce una cerveza cuyo origen se
remonta a la fiebre del oro californiana. A consecuencia de su éxito, en la
década de los noventa alcanzó un punto en que el camino se bifurcaba y se vio
en la disyuntiva de crecer o mantenerse en su tamaño.
El momento de la verdad llegó el
día en que el director general del MGM Grand Casino de Reno, un gran aficionado
a la cerveza Anchor, realizó un pedido que hubiese sido la alegría de cualquier
otro empresario, pero no la de Maytag, consejero delegado de Anchor Brewing, a
quien ni siquiera se le pasó por la cabeza contratar a otra fábrica para llevar
a cabo la extraordinaria producción que se le demandaba, puesto que ello
hubiese restado autenticidad a la cerveza.
En palabras del propio Maytag:
“Me di cuenta de que se podía tener un negocio pequeño, prestigioso y que
produjese beneficios, y que no pasaba nada. Solo porque sea la mejor [cerveza
del mercado], no hay que sentirse obligado a franquiciar ni a expandirse”.
Este tipo de empresas ofrecen
una valiosa lección a todos los que montan su propio negocio: si las cosas van
bien, tarde o temprano les tocará decidir hasta dónde quieren llegar y en
cuánto tiempo quieren hacerlo. De todas partes llegarán señales que alientan a
que la empresa crezca tanto como sea posible y con rapidez. Los clientes, los
proveedores, el contable, el banco e incluso la familia y los amigos afirmarán que
cuanto más grande, tanto mejor. Sin embargo, otras empresas nos demuestran que
hay dónde elegir y que la recompensa de tomar la senda menos transitada puede
ser espléndida.
Desgraciadamente, muchos
empresarios tienen que sufrir una crisis antes de aprender la lección por las
malas. Para otros, en el último momento se hace la luz y logran dar marcha
atrás, tal y como le sucedió a Erickson, dueño de Clif Bar Inc., una empresa de
Berkeley (California) que se dedica a la fabricación de barritas energéticas orgánicas.
Cuando estaba a punto de vender su negocio a un gigante del sector alimentario,
descubrió que el comprador planeaba trasladar el establecimiento a otro estado,
lo cual dejaba sin trabajo a sus empleados y derribaba todo lo que con su
esfuerzo había construido. A última hora, decidió no firmar el contrato y
aunque a continuación atravesaron duros momentos, no se hundieron y lograron
salir a flote.
A pesar de que las decisiones
que tomaron tanto Erickson como Maytag fueron bastante drásticas -dadas las
circunstancias-, no hace falta estar a punto de salir a bolsa o ser víctima de
una adquisición para que un empresario acabe en la misma situación. Basta con
hacerlo bien. Danny Meyer, de Union Square Hospitality Group, una empresa de
restauración neoyorquina, representa un caso de este tipo. A una edad temprana,
ya se había convertido en toda una estrella de la restauración de la Gran
Manzana; a los veintisiete años abrió el Union Square Café, un establecimiento
que desde el principio se ganó los elogios de la crítica, además de merecer las
tres estrellas del diario The New York Times. Era inevitable que de todas
partes le llovieran propuestas para abrir un segundo restaurante. Por ello,
Meyer fijó tres estrictas reglas que exigiría de cualquier otro nuevo
establecimiento: en primer lugar, tenía que ser tan extraordinario como el
Union Square Café; en segundo lugar, debía potenciar el valor del Union Square
Café y, por último, tendría que aportar más equilibrio a su vida en lugar de
robárselo.
De esta manera, Meyer resistió
la presión del mercado en sus comienzos y se decidió a crecer solo cuando
estuvo preparado para hacerlo sin sacrificar el alma del negocio. Tras el Union
Square Café, llegaron el Gramercy Tavern y otros cuatro restaurantes en torno a
la neoyorquina Union Square, cada uno con su propio carácter. Saber decir “No”
le sirvió para mantener tanto sus opciones, como su capacidad de decidir hasta
dónde y a qué ritmo expandir su empresa.
¿Quién está al mando?
Para un propietario, mantener el
control sobre su empresa resulta más complicado de lo que a primera vista
pudiera parecer, pues a menos que imponga su criterio, es corriente que caiga
en la espiral del crecimiento incitado por fuerzas externas. E incluso
manteniendo un dominio absoluto, ha de enfrentarse a diversas fuerzas que se
obstinan en llevarlo por ese camino. Son muchas las empresas que caen víctimas
de su propio éxito. Aunque sigan perteneciendo a la misma persona, al cotizar
en bolsa las empresas pierden parte de su libre albedrío. De hecho, tomar el
tipo de decisiones que adoptan los pequeños gigantes resulta complicado, pues
ciertos aspectos habrá que negociarlos con los inversores o, al menos,
convencerles de que estamos haciendo lo más adecuado.
Pero incluso quien logra mantener
la empresa en sus manos, sigue sintiendo la presión que ejercen la competencia,
proveedores y distribuidores y, sobre todo, clientes y empleados. Irónicamente,
en torno a los empleados se forma así un círculo vicioso. Son ellos quienes en
último término definen el éxito o el fracaso: por esta razón la empresa
necesita de buenos empleados. A su vez, estos necesitan espacio para poder
crecer. El empresario se enfrenta así al dilema de concederles lo que reclaman
o perderlos irremediablemente. Y es que, aunque la meta de cualquier otra
empresa sea crecer, para los pequeños gigantes prima la creación de
oportunidades para los empleados al tiempo que se generan nuevas oportunidades
de negocio. Algunos consiguen conciliar lo mejor de ambos mundos mediante “spin-offs”.
La presión del mercado también
resulta problemática. Para comenzar, existe un factor psicológico: muchos son
incapaces de negarse y plantarse ante esa abrumadora influencia del mercado.
Además, una vez que se opta por crecer se vuelve complicado dar marcha atrás.
Sin embargo, llega el día en que los pequeños gigantes descubren que no es esa
la clase de vida que querían vivir. La única forma de mantenerse fiel a sí
mismos, sin traicionar los compromisos contraídos con los buenos clientes, es
anular algunas cuentas.
Esto es lo que experimentó
Butler Construction, Inc., cuyo propietario creó una empresa de la nada y lo
hizo tan bien que llegó a poner en marcha proyectos en cinco estados. No
obstante, a pesar de su tamaño, la empresa no estaba obteniendo beneficios, la
calidad del trabajo dejaba bastante que desear y carecía de infraestructura
empresarial. Butler había perdido las riendas y para recuperarlas debía volver
a los orígenes. Para ello, tuvo que rechazar a importantes clientes y, aun así,
contando con más de los que podía atender, tuvo que derivar a algunos de ellos
hacia la competencia. Esta acción, lejos de perjudicarle, le benefició, pues
cuantos más clientes iba dejando de lado, más subía su reputación.
Otra fuente de presión es el
entorno social y cultural en el que estamos inmersos. La noción de que “cuanto
más grande todo, mejor” ha calado tan hondo en nuestra cultura, que damos por
sentado que todo empresario tiene que sacar el máximo partido a su empresa y,
si es posible, convertirla en la siguiente Microsoft. La situación se agrava
todavía más cuando entran en juego el prestigio y el estatus social.
Haciendo caso omiso de las
recomendaciones de los bienintencionados, en 1978 Jay Goltz inauguró Artists’
Frame Service en un decadente barrio de Chicago. Contaba veintidós años y
Forbes no tardó en etiquetarle de “biz kid”. A los cuarenta se había convertido
en el gran experto del enmarcado y le hacían acreedor del resurgir del barrio
en el que muchos otros negocios florecieron después de asentarse él. Sin
embargo, no hay peor ciego que el que no quiere ver, y Goltz era incapaz de
reconocer sus propios logros.
Se había subido al tren del
crecimiento e intentaba en vano convencerse de que podía hacerse inmensamente
rico y a la vez ser feliz sin volverse loco en el intento. Un día abrió los
ojos cuando se le ocurrió preguntarse qué haría con todo ese dinero que le
reportaría la empresa si las cosas iban como esperaba. Se dio cuenta entonces
de que el dinero no era su razón de ser y que su verdadera alegría se hallaba
en cambiar a mejor la vida de quienes le rodeaban.